30 de noviembre de 2014

UN CUARTO LLENO DE ANGUILAS

Por Ramón Núñez

 Al  leer la obra del escritor Rubén Sánchez Féliz, podemos observar un gran salto en términos cualitativos y cuantitativos. Los diálogos cortos y  largos dan a la obra profundidad, además del  dominio sincrónico y diacrónico de los hechos. “Un cuarto lleno de anguilas” presenta varias historias encadenadas  genialmente, cuyos diálogos atentan con la perfección, la prosa impecable dan a esta novela una solidez impresionante. Desde sus inicios vemos cómo la prosa, la historia desarrollada por Rubén, nos lleva de las manos hasta alcanzar la cúspide en el capítulo 7: “Camino hasta la sala y me quedo mirando un enorme cuadro colgado en la pared. Me llama la atención los colores: un amarillo blanquecino, tirando a beige, y un verde gastado, sombrío, como la piel de un dinosaurio (...)”. Las cualidades de este cuadro, el hombre ahorcado en la imaginación de Guillermo en diálogo directo con Kelly en  sus relaciones orales, dan seguimiento a la segunda etapa de la novela que termina con la muerte de la nana de Mike, y su transformación. 



La connotación de la lengua que denota en el autor su procedencia, sus diferentes etapas en su formación intelectual. La prosa de Sánchez va creciendo en la medida que se desarrolla el texto. Guillermo, Mike, el tío Raúl, Alan y Amanda, pasan por diferentes etapas en su vida. Sin embargo, existen en la novela otros elementos a destacar, como la crítica social: “Pienso en la Guerra de Irak. (…) George Washington era un pérfido rebelde; hoy son sus descendientes quienes asedian a otras naciones con un espectáculo de soldados extranjeros. Cierro el libro y medito sobre esa paradoja”. Rubén nos deja como el resplandor de un cuchillo su compromiso con el movimiento de la Primavera Árabe. Ahora bien, la genialidad de Sánchez se reproduce cuando nos expone a la reingeniería de la imaginación en el cuarto lleno de anguilas, todavía siento, a semanas de haber leído la obra, las gigantesca anguilas saliendo, desbordando las tinas para merodear por el cuarto, con vida propia, como animales pensantes al encontrarse a oscuras con Alan, donde el autor expresa: “Me doy un trago de chocolate. Trato de precisar el cuerpo de Alan, los objetos en torno mío. Pero los ojos no me bastan. Así que huelo las formas, las escucho, defino las revistas apiñadas en las repisas, los libros, las jaulas. El chocolate tiene un sabor rectangular, sólido. Por allí, detrás de la pared, debe de haber una telaraña, me digo y acto seguido la veo con claridad (…)” La precisión del lenguaje, las metáforas, el buen uso de las figuras de dicción presagian que Rubén Sánchez Féliz será, si es que ya no lo es, una de las columnas vertebrales de la literatura dominicana en el exterior.
 25 de octubre de 2014, NY

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